A Felicia no le gustaba dormir la siesta. Pese a todas las advertencias de su abuela, diciendo que hasta las arañas se la llevarían si no dormía, ella seguía sin aceptar ese momento de tranquilidad que acecha siempre la ciudad de Santa Fe.
Estaba sola
en la pieza, mirando el techo. No podía hacer nada más. Contó las tablitas del
techo unas quince veces, y evalúo cada mancha que tenía la oscura madera.
Giró para
la derecha, no le gustó la posición, volvió a estar boca arriba; se puso boca
abajo; se desesperó. No podía dormir. No quería dormir. Ella quería salir a
jugar o tomar la leche con su mamá. Pero claro “todos estaban cansados” y querían
descansar.
Pero Felicia
tenía energía. No tenía por qué descansar. Había madrugado para la escuela,
pero nada más. Su hermana decía que tenía una batería inagotable.
Felicia
odiaba estar aburrida. En serio, lo detestaba. Ya había pensado e imaginado
todo lo que se le venía a la cabeza, desde de qué festejaría su cumpleaños
hasta cómo sería pasar un día en el espacio. Felicia quería ser astronauta.
Felicia con
sus cabellos cobrizos sobre los hombros, se sentó y miró abajo la cama. Juraba
que algo se movía. No se asustó, sabía que los cuentos de su abuela eran
mentira. Sino a su mamá ya se la hubiesen llevado porque tampoco quería dormir
la siesta de chica.
Se asustó
al ver unos ojos bien amarillos parpadear. Soltó un suspiro. Debía ser su
imaginación jugandole una mala pasada.
Volvió a
mirar, pero La Cosa seguía ahí. Mirandola expectante. Felicia quiso alcanzarlo
con sus manitos, pero La Cosa instintivamente se movió y se quedó muy quieta.
--Si me vas
a llevar, mínimamente salí de ahí abajo así te veo la cara, ¿no?—le dijo
inquietante Felicia con el tono más duro que pudo.
La Cosa no
respondió, sólo se dignó a parpadear nuevamente, abrió más los ojos, y se
deslizó desde debajo de la cama y se paró junto a ella.
Era alto, casi
todo negro, salvo por sus ojos ambarinos perfectos. Casi tan radiantes como el
Sol.
Felicia no
tenía miedo. Empezó a gritar, pero nadie apareció. ¿Acaso nadie se despertaba
bajo el sonido de sus gritos despavoridos?
Ahí la
chispita del miedo se comenzó a agrandar y el miedo como mecanismo de
autodefensa surgió. Felicia sentía que no podía moverse.
La Cosa giró
un poco su cabeza para uno de sus laterales, como si quisiera descifrar por qué
a Felicia le temblaba el labio inferior.
Felicia
estaba negada a llorar. Ella era una nena grande, no estaba para andar regaladole
lágrimas a cualquiera que saliera de debajo de su cama.
Tomó
coraje, y pensó todo lo que iba a recriminarle a La Cosa. Sentía un cosquilleo
por dentro tan intenso como el fuego recién encendido.
Pero cuando
quiso decirle a La Cosa todo lo que había formulado en su mente, sólo fue capaz
de regalarle una sonrisa. Como la primavera nos regala flores, ella le regaló
lo más preciado que tenía: su sonrisa.
La Cosa le
devolvió la sonrisa.
Pero como
esto no es un bello cliché, el monstruo con la sonrisa no se fue.
--¿Qué
querés?—le dijo Felicia mientras sentía un extraño cosquilleo.
--Que te
diviertas—dijo La Cosa mientras soltaba una risa.
--¡¿Qué me
divierta?!—respondió incrédula.
La Cosa
asintió y sus largas manos extendió. Comenzó a hacerle cosquillas a la niña, quien
rio sin parar, hasta que las lágrimas se escapaban de su lugar y jugaban a
deslizarse por un tobogán con una gran curva provocada por la sonrisa al final.
Desde ese
día Felicia adora el momento de la siesta, porque La Cosa va a visitarla, y le
recuerda siempre que riendo se hace menos daño que diciendo…
@de.orugas.a.mariposas
@martuu_bonino_
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