El sol se apagaba en el límite entre el cielo y el mar como una vela en la cuarta hora de corte de luz en Santa Fe.
Pensamos
que era el momento perfecto para bajar a la playa a mojarnos los piecitos y a tomar
unos mates en la arena. Después de todo, era nuestro sueño hecho realidad.
El sol no
dejaba de caer y yo arrancaba a tiritar del frio. Entonces me dio su campera,
me la puse, y enseguida sentí la tela sobre mis brazos, y la capucha ligera
colgando sobre mis omóplatos.
Sentadas en
la arena al atardecer, como los viajeros que aprovechan al máximo su último día
de playa.
El sol no dejaba
de caer, y yo sentía hambre. Entonces me dio un pedacito de brownie que había hecho
porque sabía que me gustaba.
La marea
amenazaba cada vez más con acariciar nuestros pies con sus puntas, entonces no
dudó en correr la lona un poco más atrás.
El sol no
dejaba de caer, y la Luna le jugaba una carrera para ver quién aguantaba más en
su escondite. La luna se escondía del sol, el sol de la luna. Porque desde
chiquitas eran tan amigas, que les encantaba jugar a la escondida.
El viento
me despeinaba constantemente, entonces me dio su colita de pelo.
El sol no
dejaba de caer, y algunas estrellas iban apareciendo.
Poca gente
quedaba ya en la playa, entonces nos acercamos más para sentirnos en compañía.
Un silencio perfecto nos abrazaba en una ventisca que se llevaba por las
mañanas algunas sombrillas, y por las tardes despeinaba jóvenes y ancianas.
Cebe otro
mate, y el sonido que hizo al beberlo fue lo único que parecía unirse al ruido
ambiente que las olas y el viento nos regalaban. Era un encaje perfecto. Como
cuando una mariposa abre su crisálida, o cuando las nubes se unen tanto que
logran hacer llover.
Y entonces
lo entendí, con ese ruido de mate, me percaté que mi mejor amiga, era mi
encaje, y que hacía tiempo ya que no jugábamos a las escondidas…
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