Tomé la lapicera y un par de hojas, y salí al balcón. Cientos de recuerdos se vislumbraban en mi mente. El frío de la noche abrazaba mi piel y su oscuridad arrasaba mi vista. Y con la luz de la luna iluminando mi mesita, respiré profundamente llenándome con el aire frío, pero nuevo, que las sombras me traían. Miré las estrellas una última vez antes de centrarme por completo en la hoja que tenía delante. Entonces comencé a dejar que mi mano escribiera por sí sola, dejando salir todas mis emociones:
Querido Daniel:
Escribo esto para recordarte. Para recordarte que te
amo. Para recordarte que no sé qué haría sin vos en mi vida. Aún se me viene a
la cabeza el día que comenzamos a salir, ya van varios años de eso. Son
curiosas las vueltas de la vida, ¿no?. Vos ahí, en un boliche de Buenos Aires,
y yo llegando a ese mismo boliche también (no más que por pura casualidad),
demasiado emocionada porque era la primera vez que salía de mi ciudad. Era la
primera vez que salía de Rosario. Después de esa noche llena de canciones de
amor y bailes por doquier, nuestra relación comenzó a tomar forma. Te di el
número de mi casa, para que llamases cuando pudieses, y también te di mi
dirección y mi número de correo postal.
Estaba ansiosa por recibir alguna llamada o carta tuya;
cada vez que el teléfono emitía su sonido tan irritante, corría a atenderlo.
Pero desgraciadamente no eras vos quien llamaba. Además todos los días abría el
buzón, para ver si había alguna carta tuya.
Hasta que un día esa rutina cambió. Cuando abrí mi buzón,
por segunda vez en el día, ahí estaba tu mensaje, poco extenso, con la palabra
escrita “hola”, en su dorso, y dentro del sobre estaba tu número de teléfono—número
que marcaría con cada vez más frecuencia--. Y también me contabas un poco sobre
vos: que estabas en la secundaria, en quinto año; que te parecía indispensable
el boleto educativo gratuito, y que estabas interesado en estudiar Economía en
la UBA. Yo al contrario, soñaba con ser docente de Química, materia que desde
que la tuve por primera vez, me enamoré por completo. También me dijiste que te
gustaba Charly García, igual que a mí. Que genio ese, ¿no? Desde esas palabras
escritas que me enviaste el 20 de marzo del 76’ que no dejo de pensar en vos
cada vez que escucho una de sus canciones.
¿Te acordas, Dani?, ¿te acordas cómo hablábamos horas
y horas de nuestros futuros por teléfono? Decime que sí, por favor. Todo venía
de maravilla, salvo la distancia, por supuesto; hasta que llegó el temible 24
de marzo de 1976, cuando derrocaron a Isabelita del poder y entraron los militares
a gobernar; desde ese día hasta nuevo aviso dejábamos de ser libres. Se
llevaban gente, en la escuela uno ya no podía estar tranquilo. Día y noche se
temía lo mismo: ¿y si nos llevan? ¿y si encuentran algún libro que no tenían
que encontrar?. Al principio no pasaba nada, pero tiempo después sí que empezó
a pasar, y mucho. Se empezaron a llevar a algunos de la escuela, me lo contaste
por teléfono, ¿te acordas? Me dijiste que una chica de cuarto año hacía
bastante que no iba, y que tampoco te habías cruzado a los viejos en el super,
lugar que te encantaba ir, y que nunca entendí por qué. Cada vez veías menos
gente en el barrio. Todavía siguen en mi mente las tonalidades de verde que
tenían esos autos, las mismas con las que se representan a los dinosaurios en
los dibujos para niños; en realidad, no se diferenciaban tanto los dinosaurios
de los dictadores: ambos con poder, terror y maldad. ¿Por qué se los llevaban?
Te pregunté una de las veces que nos vimos.-- Se los llevaban a quienes supuestamente
podrían poner en riesgo su “proyecto refundacional”…-- Me respondiste con un tono
entristecido y temeroso.
Nos veíamos al menos una vez al mes, y un 15 de mayo
nos pusimos de novios. Aprovechamos que estábamos en Rosario, y le contamos a
mis papás. ¡Te pusiste blanco cuando solté de la nada el comentario en la mesa!
Me acuerdo y una sonrisita se esboza en mis labios… Por suerte mis papás se lo
tomaron bien. Ya éramos “grandes”, yo con 17 y vos a tres semanas de cumplir
los 18.
Tuvimos que hacer cosas tan espantosas en esos meses.
Un manchón grisáceo de grafito se asoma por mi mente al recordar lo triste que
estaba mi hermanita cuando tuvimos que enterrar uno de sus libros favoritos “Un
elefante ocupa mucho espacio” de Elsa Bornemann. ¡¡Le fascinaba ese libro a
Juana!! Pero bueno, era eso o ser llevado a vaya uno a saber dónde…
Vos también quemaste y enterraste varios libros y
discos. ¡Cuánto nos enojaba la maldita censura! Pero bueno, eran temas que no
podíamos hablar por cartas o teléfono. Como decías vos, en uno de nuestros
“códigos”: capaz que los dinosaurios nos escuchan y nos mandan un meteorito
verde sobre cuatro ruedas…
Tuviste que quemar tu guitarra, ese instrumento que
tanto te encantaba, y que de él salían melodías tan preciosas que me mostrabas
cada vez que te iba a visitar. “-No vaya a ser que me la encuentren y me tachen
de artista protestante-“ me dijiste. Te
entendí. Tenías miedo; yo también lo tenía.
Mis papás eran médicos, dentro de todo “no corrían
riesgo”, pero con los dinosaurios—como los llamaban los de Serú Girán en esa
hermosa manera poética que tenían, que usaron para no ser censurados—nunca se
sabe…
¿Te acordas del 16 de septiembre de este horroroso
1976? Se hizo una manifestación por el boleto estudiantil secundario; y ahí
estuviste, por supuesto. Yo dos días más tarde viajaba para Buenos Aires.
Me acuerdo que el 16 no me hablaste, supuse que porque
estabas cansado. Y 17 tampoco recibí noticias tuyas. El 18 yo estaba en el
bondi rumbo para la maravillosa ciudad de Buenos Aires, así que no hablamos.
Cuando llegué a la ciudad y nadie respondió el
teléfono de tu casa ,no me asusté; recordé que era un sábado de noche, capaz
que habías salido a bailar por ahí, y que mis suegros se habían ido a comer a
algún restaurante.
Qué sorpresa espantosa que me pegué cuando llamé a la
puerta de tu casa y me abrió Gabriela, tu mamá, con el maquillaje todo corrido
y los ojos demacrados de haber derramado tantas lágrimas. Al verme, se lanzó hacia
a mí en un abrazo, era uno de los abrazos de dolor e ira: algo estaba pasando,
y no entendía qué. Me asusté. Mi respiración se aceleró. Me hizo pasar, y vi
que tu papá, ese que tanto te corregía, pero tanto amabas, estaba en igual—o
incluso peor—estado que tu madre.
Les pregunté rápidamente que qué sucedía. A lo que tu papá
entre sollozos me respondió:
--Se lo llevaron, Mari—Ayer a la noche entraron dos
patovas y se lo llevaron de los pelos. Nos rompieron todo, y nos robaron lo
poco que teníamos acá.—concluyó.
--Me sacaron a mi hijo, Mariela—Me lo robaron, ¡¡él no
hizo nada!!—Dijo mientras las lágrimas salían de sus ojos.
--Qu… Qué—Murmuré incrédula. Comencé a llorar como
jamás antes lo había hecho.
Y ahí estábamos, los tres abrazados, en el piso,
derramando lágrimas por vos. Para los tres, eras la persona que más amábamos en
este mundo lleno de seres humanos. Mi mente iba a mil por hora, intentaba
pensar dónde podrías estar, qué hacer para encontrarte, cuándo había sido la
última vez que habías oído uno de mis “te quiero”…
¡Ay, Daniel! si supieras cuántas lágrimas derramé esa noche
y las siguientes… Llamé a mi mamá, le comenté lo que pasaba, y me dijo que si
quería me podía quedar unos días más. Y eso hice. Me quedé un mes completo en
tu casa, con tus viejos. Intentábamos consolarnos entre los tres, pero tu mamá
no se levantaba de la cama; tu viejo una semana después volvió a trabajar, y yo
intentaba recordarte en cada rincón de tu casa que encontraba. Estar en tu casa
sin vos, era la sensación más extraña y horrorosa que había vivido en mi vida.
Con tu mamá estábamos destrozadas, y tu papá iba todos
los días a la comisaría para ver si había alguna novedad. Luego del quinto día
de la misma rutina ya no le preguntaban quién era cuando entraba, directamente
le decían: “Nada señor, todavía el pibe no aparece.”
No podía creerlo. Ya no había más cartas de varias
carillas, ya no había más llamadas de “buenos días” y otras de “buenas noches”,
ya no había lo que había; ya directamente no había nada.
La dictadura seguía, y tus cartas ya no aparecían…
Tu mamá se unió en el 77’ a “Las madres de plaza de
mayo”, quienes luchaban para encontrarte a vos y a un montón de pibes y pibas
más.
Nuestro futuro se vio destruido por la sed de poder de
unos militares. Era cada vez más raro que un desaparecido volviese. Se sabía
que los tenían en pabellones y los torturaban para sacarle algún que otro dato
útil. ¿Pero por qué a vos, Dani? Si vos solo te manifestabas en la escuela y
una sola vez saliste a la calle. ¿Quién le contó de vos? ¿Por qué esto nos tenía
que pasar a nosotros, amor?
Pasaban los años, y vos seguías sin llamarme todos los
días. Con tu mamá hablábamos por teléfono casi siempre, pero yo no volví nunca
más a Buenos Aires. No podía. Mi mente no me lo permitía.
Ay, Daniel, ¡cuánto te extraño! Te recuerdo en cada
canción de Charly que escucho, en cada economista que veo, cada vez que abro el
buzón y espero encontrarme con una carta tuya. Te veo en cada recuerdo de
nuestros besos, aquellos que hoy ya son lejanos, pero que al recordarlos, sigo
sintiendo la suavidad de tus labios; te veo en los carteles del “¡Nunca más!”.
Te veo en todos lados, pero no te siento entre mis brazos nunca. ¿Tenes pensado
volver? ¿Qué será de tu vida?
Le leo todo esto a la estrella más brillante que veo.
Porque eso siempre fuiste y vas a ser para mí: una estrella que ilumina mis
cielos nocturnos, pero aunque no la vea, siempre está ahí para guiarme.
Porque aunque no te vea, te sigo amando, Daniel.
Te ama por
siempre,
Mariela.
Suspiré. En ese suspiro liberé todos los malos momentos que había pasado a las penumbras llorando por él, llorando por mi (des)amor.
Una ventisca me envuelve y me refresca para mostrarme
la sencillez de la vida. ¿Será él?
Coloqué la carta dentro de un amarillento sobre, le
escribí en cursiva “te amo” en el dorso, y procedí a enterrar el sobre, bajo la
luz de las estrellas, bajo la luz de mi estrella. Porque algo dentro de mí presentía
que tu cuerpo estaba en la tierra, y tu alma divagando por las estrellas…
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