Miré la foto y me reconocí. Era claro que se trataba de mí. Pero era una yo distorsionada, despeinada y sonriente.
¿Qué día habría sido? ¿Era en el jardín? ¿Quiénes eran esas personitas que me rodeaban? ¿Se trataba verdaderamente de mí?
Seguí deslizando mi dedo por la galería. Movía los ojos rápidamente tratando de reconocer todos esos detalles que me eran tan ajenos.
¿A qué olía?
Chocolatada y plastililina.
Era un lugar colorido y si buscabas en los rincones se atisbaba algo de magia.
Sí, definitivamente era el jardín.
Seguí intentando reconstruir esos días de siestas y juegos. Pero en vano fue mi esfuerzo. ¿Será porque la mente guarda en lo más profundo de su ser esas sensaciones tan placenteras porque sabe que nunca podrá volver a experimentar algo así? Recordarlo y no poder recrearlo sería doloroso...
Le presto más atención a esa niña que aseguro ser yo. Tiene ojos muy grandes que se entrenan para ver a través de las personas.
Tiene unos dedos largos, que practican agarrar los crayones por primera vez.
Tiene sonrisas en casi todas las fotos, en especial en la que sale con los abuelos.
¿Qué pasó en mi infancia? Me frustra no poder recordarlo.
¿Qué pasó con esa niña? Me parece extraño no saber qué responder.
¿Qué pasó conmigo? ¿Y con mis compañeritos? ¿Y con el jardín?
Le encomiendo a las fotos la audaz tarea de desafiar a la mente en los recuerdos de la infancia. Juego a imaginar qué pasaba en esos salones, con esos compañeritos, el porqué de las sonrisas y la textura de los crayones.
Mientras lo pienso, vuelvo a sentir ese leve aroma a chocolatada y plastilina.
Quizás, después de todo, no estoy tan lejos de ser feliz como en mi infancia.
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