Detrás de la estación Belgrano, acá en Santa Fe, donde los mosquitos se arrebatan casi toda la sangre y el cielo salpica hermosura, llegaban los caballos. Unos caballos marrones, que hacían siempre el mismo recorrido.
Se cansaban
mucho, pero se conocían casi toda la húmeda ciudad. Al principio, los caballos
eran tratados como dioses, los alimentaban y cuidaban; hasta que—vaya uno a
saber por qué—dejaron de cuidarlos. Ellos sabían que nosotros los necesitábamos
para trasportarnos, para unir corazones, o entregar cartas. Pero igual que todos,
los caballos también se cansan.
Aguantaron
y aguantaron, se las arreglaban para vivir. Sin embargo un día no tan gris de
1908, donde hoy está la Estación Belgrano, un caballo no llegó. Como señal de
enojo y cansancio, los caballos suspiraron.
Con su
suspiro, el tren que venía desde Tucumán, llegó a la ciudad inundando el cielo
de un largo y sonoro suspiro gris que cambiaría el recorrido y los corazones de
las personas por siempre…
Hoy lo caballos
siguen buscando a su compañero, recorriendo toda la zona sobre las calientes vías.
No se cansan, e inclusive van más rápido, y con su estruendoso sonido y el
vapor emitido, llaman a su compañero perdido.
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