Desperté y salí a caminar, sentía que olvidaba algo.
Al rato me
distraje pensando lo hermosa que era ella, con sus cabellos castaños, y la piel
tan blanca como las nubes. Pero tenía algo raro: siempre usaba botones rojos.
No le pregunté, prefería desabrochárselos antes que pasar tiempo discutiendo
sobre los absurdos botones.
Su habitación
era muy blanca, con luces blancas, sábanas blancas, todo blanco. Puede parecer
abrumador, pero era lo más relajante del mundo.
Tenía una
ventana, con una cortina a juego con toda la habitación. Vivía en un edificio
tan pero tan alto, que hasta sentía que estaba a la altura de las nubes cuando
miraba por su balcón.
Era una
habitación simple, la cama dispuesta en el centro, ¿ya dije que era toda blanca?
Tenía una mesita de luz al lado, con los bordes redondeados y no puntiagudos,
porque cuando era chiquita dijo que se golpeó la frente con un borde triangular
y se cortó la frente.
Pasábamos
unas horas en la habitación, y después yo volvía caminando, eran sólo un par de
cuadras.
Al llegar a
casa, sentía como que todo era blanco, supongo que porque había estado muchas
horas en contacto con ese color. Decidí irme a dar una ducha fría, siempre con
agua fría.
Sin
embargo, el efecto de ver todo blanco no se iba, y para sumarle ahora comenzaba
a ver borroso.
Me fui a
dormir, y al despertar, no estaba en mi cama, estaba en otro lugar, pero ya no
veía blanco. Porque todo era blanco.
¿Era acaso
la casa de ella? No puede ser, pensé. Si yo juraba que me había ido a dormir a
mi cama, con sábanas celestes, no blancas.
Había estado
muchas veces en la casa de ella, por ende, podía reconocer con facilidad si se
trataba de su habitación o no. Y esa habitación no era la de ella.
Me paré y
caminé hacia el balcón. Lo abrí y me senté en una silla roja que estaba ahí. Lo
único de color en todo el departamento.
Miré a la
gente pasar, todos parecían estar de blanco. Blanco, gris, rojo. Esos eran los
únicos colores que la gente vestía ese día.
Me prendí
un pucho y me puse a fumar. Ella me decía que no lo haga, pero en ese momento
no estaba presente, así que no tenía quién me molestase.
¿Dónde
está? Pensé. Miré para atrás, pero nada.
Sentía una
respiración en el cuello.
No tenía
animales, así que no podía ser ninguna gatita. Mierda, no le había dejado
comida a Ahava, mi gata. Le daría cuando regrese.
La
respiración se fue acercando y a mí se me erizaba la piel. Respiré
profundamente al sentir unas manos sobre mis hombros. No eran delicadas, eran
ásperas.
Giré; no
había nadie. La habitación blanca, vacía. Debe ser porque dormí poco, pensé.
De un momento
para otro, la puerta se abrió. Yo sentía como que si mi corazón quisiera
decirme algo, pero yo no entendía su lenguaje.
Me paré y
me volví a recostar. La puerta estaba abierta, pero no había nadie detrás de
ella.
Vi sus
botones rojos de nuevo. Su hermoso pelo castaño, la lapicera que tenía en el bolsillo,
todo en ella era auténtico y mágico. La belleza hecha mujer.
Necesitaba
besarla, la tenía enfrente. Era el momento.
Cuando me
quiero acercar, me regala unas palabras con su dulce y cariñosa voz. Me dijo
algo que no entendí, y que tampoco procuré entender; yo sólo quería besarla.
--Ey—Me dijo.
No
respondí. Yo tenía la vista perdida imaginando los próximos momentos que
pasaría con ella.
Cuando iba
a tomarla por la cintura, se levantó y se fue. Al rato volvió, Me miró con pena y se volvió a
marchar.
Para su
última visita del día, vino acompañada de un señor un tanto mayor, quizás era
su tío o su padre. Él no llevaba botones rojos. Ella era la única original de
la familia, pensé.
Cerré los
ojos y le empecé a hablar, sin importar que estuviese el hombre presente. Le conté que que me gustaban las montañas, pero
me ponía triste nunca haber visto una. También me quería usar botones rojos,
pero no los encontré por ninguna parte.
Estuve un
rato hablando, abrí los ojos y vi por el
balcón que había oscurecido, y que ella ya no estaba. Pero yo tampoco estaba en
la habitación blanca. Y tampoco había balcón.
Excelente relato ¡Me encantó!
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