Hubieron miedos que fueron y vinieron por el mundo. Pienso en nuestros ancestros que quizás su mayor miedo era la oscuridad, o los monstruos que podían acechar por aquí o por allá.
Y creo yo que no es casualidad, que desde pequeños
lo primero que aprendemos a tenerle miedo es a la oscuridad. Supongo que por
eso la luna nos da tanta calma, esa luna que lloró la historia, que es nuestra y
fue de nuestros abuelos. Esa luna que nos iluminó, y que a mí al menos, me
consoló por el tragaluz de la cocina cuando estaba en su ciclo lleno.
Los miedos evolucionan, sí, pero su base es la misma.
Nunca se acaban, siempre desafían. El miedo a expresarse no es nada novedoso de
este siglo, ¿o acaso las sufragistas no temían cuando salían a manifestarse? ¿O
el judío no temía cuando oía unos golpecitos contra su puerta?
Todos tenemos miedos, algunos grandes y otros
chiquitos. La sociedad misma es la academia para formar los mejores miedos: a
la apariencia, al qué dirán, al cómo ser y cómo no actuar. Y si nos frenamos a
mirarlos veremos que algunos no son más que absurdos discursos para obligar a
alguien a encajar…
El cielo mismo tiembla de miedo en las noches
de tormenta, se zarandea y se revuelca. ¿Acaso no somos parecidos al cielo?
La naturaleza también teme; le teme a nuestra especie.
A nuestros desastres, nuestros problemas. Sin embargo, son nuestros, no de
ella. ¿O alguien quizá piensa verdaderamente en ella?
El miedo no sólo se oculta en la oscuridad,
pues nosotros somos sus mejores portadores, y aunque lo intentemos, siempre ahí
estará.
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